La derrota del ganador

Nunca fue Silvio Berlusconi un personaje sofisticado, pero su cultura elemental, tan elemental que atribuyó la fundación de Roma a Rómulo y Rémulo, evocó ayer la comparecencia de Michael Corleone en el comité del Senado estadounidense. Concretamente cuando la aparición, deus ex machina, de un gran patriarca siciliano coacciona y disuade al mafioso arrepentido que estaba a punto de acusar al padrino.

Il Cavaliere pretendió jugar su baza de sugestión dramatúrgica. También en el Senado. Y también convencido de que los traidores se retractarían en cuanto lo vieran. El pretexto consistía en escuchar el discurso de Letta, pero el desprecio institucional que implicaba llegar media hora tarde sobrentendía que Berlusconi oficiaba un ejercicio de intimidación.

Le han perdido el miedo sus palmeros y sus cortesanos. Observan al Cavaliere rodeado de moscas y putrefacto. Incluido Carlo Giovannardi, un viejo, histórico, sumiso, inocuo, aliado de Berlusconi a quien puede atribuirse el origen de la inesperada sedición. Acaso emulando la charla de Michael Corleone y Tom Hagen en el contexto de las conspiraciones: «Si algo nos enseña la Historia, es que se puede matar a cualquiera».

Escribe Massimo Gramellini en La Stampa que la traición de Giovannardi requiere un alias italoamericano, Joe Vanardi, pero no convendría excederse en las analogías mafiosas ni shakespereanas porque el desenlace de Berlusconi se retrata mejor en el vodevil y en la farsa. Está más cerca Il Cavaliere del capitán Schettino que del rey Macbeth.

No por frivolizar la corrupción, la degeneración moral ni la opulencia del magnate, sino porque su proceso de autodestrucción, pendiente del estrambote de una boda con una papi-girl que bien podría ser su bisnieta, forma parte de los hitos de la tragicomedia.

En caso contrario, resultaría imposible explicar a un terrícola que Berlusconi pretenda erigirse en el salvador de la crisis que él mismo ha creado. Puestos a perder, ha elegido el camino más ridículo y grotesco. Técnicamente ha ganado su consigna, pero resulta que la consigna era la contraria unas horas antes de consumarse el esperpento.

¿Y ahora? ¿Arresto domiciliario o trabajos sociales? Las dos soluciones que la Justicia propone a Berlusconi en cuanto se produzca su expulsión en el Senado discriminan prematuramente la posibilidad de ingresarlo en el Museo de Cera.

No tendría que intervenir siquiera el taxidermista. Berlusconi sería exhibido tal cual, momificado, aunque resultaría desmesurado presentarlo como Il Cavaliere incorrupto. A no ser que se estilara la fórmula antitética del corrupto incorrupto.

Una vez expuesto Berlusconi en la galería de los monstruos, o en la del crimen, o en la del vodevil, o en la del fútbol, se exigiría a los líderes de la izquierda la obligatoriedad de visitarlo todos los días. Para que nunca olviden la criatura que ellos han creado. Desde su origen, cuando Bettino Craxi, primer ministro socialista, concedió a Berlusconi las licencias televisivas. Hasta su agonía, cuando la emergencia económica predispuso un gobierno de concentración nacional en las manos de un secuestrador a quien le reprochamos ahora la ambición de cobrarse el rescate.

El antiberlusconismo fue siempre la forma de hacer política en que perseveró la izquierda italiana. Por eso las reglas políticas permitieron que compitiera un magnate.

Y por eso también la sinistra se autodestruía cada vez que le correspondía gobernar, de forma que Berlusconi aparecía como la única alternativa. Manejando sus instrumentos de manipulación mediática y aprovechando la identificación sociológica, incluso antropológica, de los compatriotas en el reflejo de triunfador y macho autodidacta.

Costaba trabajo pensar que las marionetas se le sublevaran al titiritero. Con Berlusconi no ha acabado la izquierda. Han acabado sus aliados. Y lo han hecho desconectándolo de la respiración artificial. Incluido Angelino Alfano, cuyo papel gregario de delfín eterno ha mutado en tiburón para concebir un partido alternativo que cuestiona por primera vez en 20 años la exclusividad de Berlusconi en la derecha italiana.

¿Veinte años? El dato, desgraciadamente, demuestra que Silvio Berlusconi ya ha ganado. Todo cuanto está sucediendo, incluidos los rituales edípicos, ocurre realmente a título póstumo. Cerca de sus 80 años, Berlusconi ha vampirizado Italia y ha retratado la mayor anomalía de todas las democracias occidentales, así es que su ubicación ideal en el Museo de Cera le correspondería entre Drácula y las mamachicho.